Las tradiciones requieren vocación y
constancia y ellos añaden un deleite: es un ritual de viernes en el que están
empeñados hace añares con la excusa de jugar a las cartas y con el que han
edificado un mundo inútil y divertido.
Parque Batlle es muy capaz de hacerse
barrio a pocos metros de cualquiera de las avenidas que lo surcan y la casa en
cuestión es parte premeditada de esa doble vida.
Disimulada entre las demás durante la
semana, los viernes a la noche se convierte en una mansión por la alegría de
quienes juegan. Ese living igual a todos se transforma en un salón fastuoso, la
humilde iluminación, en una araña de caireles y la decisión del jugador
resuelve destinos, implacable. Todo está en sus mentes y en ningún otro lado, pero
es bastante.
Porque se trata de un juego dentro de otro,
que hace distinta su mesa a cualquiera de las muchas reuniones sociales en
torno a un mazo de cartas que se forman en el Montevideo lúdico. Los jugadores
tienen nombres de guerra, también las situaciones del juego y hasta hay una de
las 40 barajas españolas bautizada, el caballo de bastos, como “cordero de
Dios”, pues una vez decidió no sólo una mano sino un juego y éste un torneo, en
algo en que no debería intervenir el azar.
Cada situación tiene su canto y las voces
irrumpen en mitad de la jugada en coros a
capela donde despuntan tenores y barítonos. Es una suerte de coro de la
tragedia griega. Las letras señalan con acritud la situación, acopladas a
melodías que pueden ser de oberturas de ópera. La más sonora es la que sigue al
error del que reparte ls cartas, llamada “del mal don”. Una vez, alguien que
llegaba a la rueda de juego se cruzó con un vecino de la mano de su hijo cuando
de las ventanas del primer piso llegaban los acordes del mal don. ¡Ahí están
otra vez con el mal son”, le dijo el padre al hijo, adentrándolo en los hechos
de la vida.
El canto es un relámpago y a él lo sigue el
desarrollo del juego; rápido, silencioso y pleno de los gestos inevitablemente
precisos de los jugadores: juegan como de memoria. No hay rencores y jamás hay
dinero en juego, pero nada se olvida.
No, porque todo es anotado.
Los resultados de cada juego son pasados a
un cuaderno y ocupan una línea, y se compite también por el resultado final de
esa página, bautizada como placar. También hay un libro mayor,
convencionalmente llamado “placar de placares”, en el que se anotan los
resultados de esos torneos. Se empezó a anotar en 1979, un 28 de setiembre,
viernes, pero la tradición viene de 1966.
Esos trece años sin registro escrito,
verdadera prehistoria, tenían básicamente otros protagonistas y el teatro era
la mesa de roble de la casa de la abuela, centro vital de un apartamento de 13
habitaciones en Colonia y Roxlo. En la historia escrita se jugaron 74 placares.
De los siete que conforman el elenco
permanente en esta era, la que jugó más placares de los 74 fue Coramaldis, por nombre de guerra y La Anciana, en momentos de afecto, con
70. La edad poco importa: el mayor del elenco estable tiene 73 años y el menor
14.
Todo se tabula: ganadores, promedios,
efectividad, récords, proyecciones, porcentajes. En horas separadas del tiempo
del viernes (es que a las horas de juego se les llama “trabajo”) los resultados
son pasados a computadora, comentados por teléfono y motivo de deliberaciones.
Todos son gestos que procuran institucionalizar el juego y crear una cultura o,
con más propiedad, lo que los sociólogos llaman endocultura, con códigos
propios de lenguaje, valores y rituales de grupo que afirma su identidad.
Después de todo, los juegos de carta son
simbólicos por naturaleza y a éste que ellos ensayan, vez tras vez, le fueron
agregando con paciencia y rigor la esencia de lo que es un símbolo: el signo de
reconocimiento de dos mitades que tienden a unirse.
El juego, la excusa para esta infernal
danza de contraseñas del viernes a la noche, fue traído a pulso desde
Tacuarembó por un tío, con el poco educado nombre de Podrida, y suplantó de
inmediato al tute cabrero que era, por entonces, la norma excesivamente
silenciosa para el gusto de los habitués.
La podrida es una suerte de bridge festivo,
en el que se procuran hacer sólo las bazas a las que se comprometen, en manos
con distinto número de cartas repartidas. En verdad gana el que juega mejor, lo
que convierte al azar en lo que Aristóteles pensaba que era, un accidente. Y
esa es la lucha en que esta gente, por otra parte circunspecta, procura con su
catarsis del viernes a la noche: ganarle al azar de la vida edificando un mundo
aparte.
Ese resultado se registra posiblemente en
un tercer libro, superior aún al “placar de placares”, en el que ninguno de
ellos escribe y en que inevitablemente todos pierden; todos quedan, como ellos
dicen del que va último en el juego, “en el Hades”, el infierno de la mitología
griega. Esa resignación última a lo inevitable, tan propia de la tragedia
griega, es lo que autoriza la alegría en la marcha hacia la derrota final.
Porque igual que navegar, jugar es necesario.
Escrito por Andrés Alsina
Producción: Luis Roux
Miradas Urbanas.
Este texto fue publicado en la contratapa de El Observador unos 15 años antes de la fecha de esta entrada; habrá sido a fines de 1996 o principios de 1997. Yo hacía la producción de las notas, lo que equivalía al trabajo de campo, la investigación del tema y las entrevistas necesarias. Después entregaba un informe, que Alsina leía y reescribía, a veces usando mucho, a veces poco, a veces casi todo, a veces casi nada. Mi nombre figuraba al pie de la nota, entre paréntesis: (Producción: Luis Roux). En este caso esto último también fue así, pero la mecánica cambió. Yo soy uno de los integrantes de la Podrida y Alsina me hizo una extensa entrevista con birome y cuaderno. Después me pidió visitar la mesa una noche y después escribió este texto, que yo leí con mucho placer y orgullo, algo que me acaba de suceder otra vez.
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