domingo, 6 de noviembre de 2011

Y ELLOS SERÁN LEYENDA


Las tradiciones requieren vocación y constancia y ellos añaden un deleite: es un ritual de viernes en el que están empeñados hace añares con la excusa de jugar a las cartas y con el que han edificado un mundo inútil y divertido.

Parque Batlle es muy capaz de hacerse barrio a pocos metros de cualquiera de las avenidas que lo surcan y la casa en cuestión es parte premeditada de esa doble vida.
Disimulada entre las demás durante la semana, los viernes a la noche se convierte en una mansión por la alegría de quienes juegan. Ese living igual a todos se transforma en un salón fastuoso, la humilde iluminación, en una araña de caireles y la decisión del jugador resuelve destinos, implacable. Todo está en sus mentes y en ningún otro lado, pero es bastante.
Porque se trata de un juego dentro de otro, que hace distinta su mesa a cualquiera de las muchas reuniones sociales en torno a un mazo de cartas que se forman en el Montevideo lúdico. Los jugadores tienen nombres de guerra, también las situaciones del juego y hasta hay una de las 40 barajas españolas bautizada, el caballo de bastos, como “cordero de Dios”, pues una vez decidió no sólo una mano sino un juego y éste un torneo, en algo en que no debería intervenir el azar.

Cada situación tiene su canto y las voces irrumpen en mitad de la jugada en coros a capela donde despuntan tenores y barítonos. Es una suerte de coro de la tragedia griega. Las letras señalan con acritud la situación, acopladas a melodías que pueden ser de oberturas de ópera. La más sonora es la que sigue al error del que reparte ls cartas, llamada “del mal don”. Una vez, alguien que llegaba a la rueda de juego se cruzó con un vecino de la mano de su hijo cuando de las ventanas del primer piso llegaban los acordes del mal don. ¡Ahí están otra vez con el mal son”, le dijo el padre al hijo, adentrándolo en los hechos de la vida.

El canto es un relámpago y a él lo sigue el desarrollo del juego; rápido, silencioso y pleno de los gestos inevitablemente precisos de los jugadores: juegan como de memoria. No hay rencores y jamás hay dinero en juego, pero nada se olvida.
No, porque todo es anotado.
Los resultados de cada juego son pasados a un cuaderno y ocupan una línea, y se compite también por el resultado final de esa página, bautizada como placar. También hay un libro mayor, convencionalmente llamado “placar de placares”, en el que se anotan los resultados de esos torneos. Se empezó a anotar en 1979, un 28 de setiembre, viernes, pero la tradición viene de 1966.
Esos trece años sin registro escrito, verdadera prehistoria, tenían básicamente otros protagonistas y el teatro era la mesa de roble de la casa de la abuela, centro vital de un apartamento de 13 habitaciones en Colonia y Roxlo. En la historia escrita se jugaron 74 placares.
De los siete que conforman el elenco permanente en esta era, la que jugó más placares de los 74 fue Coramaldis, por nombre de guerra y La Anciana, en momentos de afecto, con 70. La edad poco importa: el mayor del elenco estable tiene 73 años y el menor 14.
Todo se tabula: ganadores, promedios, efectividad, récords, proyecciones, porcentajes. En horas separadas del tiempo del viernes (es que a las horas de juego se les llama “trabajo”) los resultados son pasados a computadora, comentados por teléfono y motivo de deliberaciones. Todos son gestos que procuran institucionalizar el juego y crear una cultura o, con más propiedad, lo que los sociólogos llaman endocultura, con códigos propios de lenguaje, valores y rituales de grupo que afirma su identidad.
Después de todo, los juegos de carta son simbólicos por naturaleza y a éste que ellos ensayan, vez tras vez, le fueron agregando con paciencia y rigor la esencia de lo que es un símbolo: el signo de reconocimiento de dos mitades que tienden a unirse.
El juego, la excusa para esta infernal danza de contraseñas del viernes a la noche, fue traído a pulso desde Tacuarembó por un tío, con el poco educado nombre de Podrida, y suplantó de inmediato al tute cabrero que era, por entonces, la norma excesivamente silenciosa para el gusto de los habitués.
La podrida es una suerte de bridge festivo, en el que se procuran hacer sólo las bazas a las que se comprometen, en manos con distinto número de cartas repartidas. En verdad gana el que juega mejor, lo que convierte al azar en lo que Aristóteles pensaba que era, un accidente. Y esa es la lucha en que esta gente, por otra parte circunspecta, procura con su catarsis del viernes a la noche: ganarle al azar de la vida edificando un mundo aparte.
Ese resultado se registra posiblemente en un tercer libro, superior aún al “placar de placares”, en el que ninguno de ellos escribe y en que inevitablemente todos pierden; todos quedan, como ellos dicen del que va último en el juego, “en el Hades”, el infierno de la mitología griega. Esa resignación última a lo inevitable, tan propia de la tragedia griega, es lo que autoriza la alegría en la marcha hacia la derrota final. Porque igual que navegar, jugar es necesario.

Escrito por Andrés Alsina
Producción: Luis Roux
Miradas Urbanas. Diario El Observador